La Jornada Mundial del Enfermo fue instituida en 1992 por San Juan Pablo
II, quien estableció que se celebre cada 11 de febrero, en la memoria litúrgica
de la Virgen de Lourdes.
A continuación el texto completo del mensaje del
Papa Francisco:
«No conviene que el hombre esté solo».
Cuidar al enfermo cuidando las relaciones
«No conviene que el hombre esté solo» (Gn 2,18). Desde el principio,
Dios, que es amor, creó el ser humano para la comunión, inscribiendo en su ser
la dimensión relacional. Así, nuestra vida, modelada a imagen de la Trinidad,
está llamada a realizarse plenamente en el dinamismo de las relaciones, de la
amistad y del amor mutuo. Hemos sido creados para estar juntos, no solos. Y es
precisamente porque este proyecto de comunión está inscrito en lo más profundo
del corazón humano, que la experiencia del abandono y de la soledad nos asusta,
es dolorosa e, incluso, inhumana. Y lo es aún más en tiempos de fragilidad, incertidumbre
e inseguridad, provocadas, muchas veces, por la aparición de alguna enfermedad
grave.
Pienso, por ejemplo, en cuantos estuvieron terriblemente solos durante
la pandemia de Covid-19; en los pacientes que no podía recibir visitas, pero
también en los enfermeros, médicos y personal de apoyo, sobrecargados de
trabajo y encerrados en las salas de aislamiento. Y obviamente no olvidemos a
quienes debieron afrontar solos la hora de la muerte, solo asistidos por el personal
sanitario, pero lejos de sus propias familias.
Sin embargo, es necesario subrayar que, también en los países que gozan
de paz y cuentan con mayores recursos, el tiempo de la vejez y de la enfermedad
se vive a menudo en la soledad y, a veces, incluso en el abandono. Esta triste
realidad es consecuencia sobre todo de la cultura del individualismo, que
exalta el rendimiento a toda costa y cultiva el mito de la eficiencia,
volviéndose indiferente e incluso despiadada cuando las personas ya no tienen
la fuerza necesaria para seguir ese ritmo. Se convierte entonces en una cultura
del descarte, en la que «no se considera ya a las personas como un valor
primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o
discapacitadas, si “todavía no son útiles” —como los no nacidos—, o si “ya no
sirven” —como los ancianos—.» (Carta enc. Fratelli tutti, 18).
Desgraciadamente, esta lógica también prevalece en determinadas opciones
políticas, que no son capaces de poner en el centro la dignidad de la persona
humana y sus necesidades, y no siempre favorecen las estrategias y los medios
necesarios para garantizar el derecho fundamental a la salud y el acceso a los
cuidados médicos a todo ser humano. Al mismo tiempo, el abandono de las
personas frágiles y su soledad también se agravan por el hecho de reducir los
cuidados únicamente a servicios de salud, sin que éstos vayan sabiamente
acompañados por una “alianza terapéutica” entre médico, paciente y familiares.
Nos hace bien volver a escuchar esa palabra bíblica: ¡no conviene que el
hombre esté solo! Dios la pronuncia al comienzo mismo de la creación y nos
revela así el sentido profundo de su designio sobre la humanidad, pero, al
mismo tiempo, también la herida mortal del pecado, que se introduce generando
recelos, fracturas, divisiones y, por tanto, aislamiento. Esto afecta a la
persona en todas sus relaciones; con Dios, consigo misma, con los demás y con
la creación. Ese aislamiento nos hace perder el sentido de la existencia, nos
roba la alegría del amor y nos hace experimentar una opresiva sensación de
soledad en todas las etapas cruciales de la vida.
Hermanos y hermanas, el primer cuidado del que tenemos necesidad en la
enfermedad es el de una cercanía llena de compasión y de ternura. Por eso,
cuidar al enfermo significa, ante todo, cuidar sus relaciones, todas sus
relaciones; con Dios, con los demás —familiares, amigos, personal sanitario—,
con la creación y consigo mismo. ¿Es esto posible? Claro que es posible, y
todos estamos llamados a comprometernos para que sea así. Fijémonos en la
imagen del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37), en su capacidad para aminorar el
paso y hacerse prójimo, en la actitud de ternura con que alivia las heridas del
hermano que sufre.
Recordemos esta verdad central de nuestra vida, que hemos venido al
mundo porque alguien nos ha acogido. Hemos sido hechos para el amor, estamos
llamados a la comunión y a la fraternidad. Esta dimensión de nuestro ser nos
sostiene de manera particular en tiempos de enfermedad y fragilidad, y es la
primera terapia que debemos adoptar todos juntos para curar las enfermedades de
la sociedad en la que vivimos.
A ustedes que padecen una enfermedad, temporal o crónica, me gustaría
decirles: ¡no se avergüencen de su deseo de cercanía y ternura! No lo oculten y
no piensen nunca que son una carga para los demás. La condición de los enfermos
nos invita a todos a frenar los ritmos exasperados en los que estamos inmersos
y a redescubrirnos a nosotros mismos.
En este cambio de época en el que vivimos, nosotros los cristianos
estamos especialmente llamados a hacer nuestra la mirada compasiva de Jesús.
Cuidemos a quienes sufren y están solos, e incluso marginados y descartados.
Con el amor recíproco que Cristo Señor nos da en la oración, sobre todo en la
Eucaristía, sanemos las heridas de la soledad y del aislamiento. Cooperemos así
a contrarrestar la cultura del individualismo, de la indiferencia, del
descarte, y hagamos crecer la cultura de la ternura y de la compasión.
Los enfermos, los frágiles, los pobres están en el corazón de la Iglesia
y deben estar también en el centro de nuestra atención humana y solicitud
pastoral. No olvidemos esto. Y encomendémonos a María Santísima, Salud de los
Enfermos, para que interceda por nosotros y nos ayude a ser artífices de
cercanía y de relaciones fraternas.
Roma, San Juan de Letrán, enero de 2024
Fuente: ACIPrensa.
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