Martín dio testimonio de humildad y sencillez en una época en la que el origen o el color de piel definían cómo se trataba a una persona. Son precisamente las virtudes mencionadas las que dejaron en evidencia en qué reside la libertad y la grandeza de un ser humano.
“Yo te curo
y Dios te sana”, solía decir fray Martín, cada vez que atendía a algún enfermo.
Martín fue un “mulato” -antigua denominación para los nacidos de padre blanco y
madre negra, o viceversa-, admitido en calidad de “donado” por la Orden de
Predicadores (dominicos), a causa de su condición de hijo ilegítimo. Se
santificó, entre otras cosas, realizando los servicios más humildes, y también
cuidando a enfermos y menesterosos.
San Martín nació en Lima (Perú) en 1579. Su nombre completo fue Juan Martín de Porres Velázquez, hijo de un noble español de origen burgalés, don Juan de Porras, y una mujer de raza negra liberta, doña Ana Velázquez, natural de Panamá.
Desde niño,
Martín dio muestras de tener un corazón solidario y sensible frente al
sufrimiento de la gente. Solía manifestar su preocupación por quienes estaban
enfermos o vivían en pobreza. Aprendió el oficio de barbero y algunos rudimentos
de medicina, cercanos a lo que haría hoy un ‘herborista’. A los quince años
pidió ser admitido en la Orden de Santo Domingo de Guzmán, a la que ingresó
como hermano terciario, ya que era hijo ilegítimo y no tenía mayor educación.
Ya en el
convento, trabajó como enfermero. Empezó a hacerse conocido por su amabilidad
en el trato, sin hacer diferencias entre pobres y ricos, ni entre blancos,
negros o indios. Atendía a quien se presentase en la enfermería con el mismo
cuidado y esmero. Martín se ganó así el cariño de todos, y aunque inicialmente
hubo reservas contra él entre los frailes, dado su origen “ilegítimo”, en 1603,
hizo su profesión religiosa.
Con la ayuda
de Dios, el santo hizo numerosos milagros, especialmente curaciones de males y
enfermedades. Martín jamás se atribuyó portento alguno, por el contrario,
recordaba constantemente que él solo era un siervo, y que quien devolvía la
salud era Dios -de ahí su hermoso lema, “yo te curo y Dios te sana”-.
Enfermos
desahuciados se reponían al solo contacto con sus manos o incluso con su sola
presencia. Otros milagros también acontecieron por intercesión de Martín: hubo
quienes lo vieron entrar y salir del convento, o de otros recintos, cuando se
sabía que el fraile estaba en su celda, o cuando las puertas estaban trancadas.
Otros aseguraban haberlo visto en dos lugares distintos a la misma vez
(bilocación). Lo que sucedía era que Martín atendía a enfermos y menesterosos a
tiempo y destiempo.
Martín había
querido ser misionero, y todo indicaba que Dios le había dado el don de la
bilocación. Existen abundantes testimonios de que apareció en lugares
inhóspitos -hablaba de las misiones en China o Japón como quien estuvo de veras
allí. Lo sorprendente fue que misioneros de aquellos lugares atestiguaron
haberlo visto curar enfermos y acompañarlos en momentos difíciles, dándoles
ánimo y rezando con ellos.
Lima: “Donde
el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Rom 5, 20)
San Martín
de Porres fue amigo muy cercano de otro santo dominico, nacido en España, pero
afincado en la capital del virreinato del Perú, San Juan Macías. También se
sabe que conoció y colaboró con Santa Rosa de Lima.
La situación
de abandono moral en la que se encontraba mucha gente en Lima hizo que Martín
se preocupara por ellos. Con la ayuda de algunos personajes acaudalados, entre
los que estaba el virrey Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, Martín
reunía dinero con el que asistía a personas sin techo, enfermos y limosneros.
Mientras tanto, en el convento dominico de la ciudad, cumplía con sus horas de
servicio en la portería y haciendo los turnos de limpieza. Se dice que le
bastaban tres horas de sueño por las tardes, porque por la noche se mantenía en
vela, en oración frente al Señor.
Los
moribundos, de cualquier clase social (o “casta” término empleado en la época),
pedían que venga el santo hermano Martín a acompañarlos a bien morir, a lo que
él nunca se rehusó. La ciudad entera entonces se encontró en determinado
momento rendida a la humildad, el carisma y la caridad que irradiaba San
Martín.
Incluso, el
virrey Fernández, al enterarse de que su buen amigo Fray Martín estaba muy
enfermo y parecía morir, quiso visitarlo en su lecho de muerte y besar su mano,
pidiéndole que lo cuide desde el cielo.
San Martín
de Porres partió a la Casa del Padre el 3 de noviembre de 1639, en compañía
orante de sus hermanos dominicos. El santo entregó el alma a Dios después de
besar el crucifijo.
San Martín
de Porres ha sido generalmente representado con una escoba en mano, símbolo de
su humilde servicio. La tradición, por otro lado, hace referencia no solo a su
sencillez sino a la paz que irradiaba con su presencia.
Martín unió
a los dominicos, unió a la ciudad de Lima, acercó culturas milenarias, vinculó
razas -como se suele decir en Perú: “Hizo comer de un solo plato a perro,
pericote (i.e. ratón) y gato”-. Por ello, San Juan XXIII exclamó: “¡Ojalá que
el ejemplo de Martín enseñe a muchos lo feliz y maravilloso que es seguir los
pasos y obedecer los mandatos divinos de Cristo!” (Homilía de la misa de
canonización de San Martín de Porres, 1962).
En estos
momentos marcados por sangrientos conflictos internacionales, te pedimos, San
Martín de Porres que intercedas por la paz entre los hombres.
¡Martín,
ruega por nosotros!
Fuente: La
Agencia Católica de Informaciones - Aciprensa ACI
Ajuste de
contenido y diagramación: bersoahoy.co
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